—¿Busca algo? —preguntó
servicial.
La
joven, enfundada en un largo vestido de lamé ajustado a su bien torneada
figura, se volvió hacia él. Llevaba un
zapato en la mano.
—Otro
como este —respondió con aplastante naturalidad.
La
miró con la sorpresa retratada en el rostro. Le parecía difícil encontrar un
zapato de color marfil, enterrado en una arena iluminada tan solo por la luz de
la luna. No se planteó qué hacía una mujer tan hermosa, vestida de fiesta, paseando
por la playa a semejantes horas. De todas maneras, no iba a dejarla sola. La joven era un bocado demasiado apetecible para cualquier desalmado.
Caminaron
codo con codo, hasta que él descubrió, casi enterrado, el zapato de raso, con
adornos de perlas y corales en la puntera. Se agachó y lo recogió.
—Es muy
delicado —comentó por romper el hielo mientras lo depositaba en sus manos.
Ella
le sonrió. Y a él le pareció que un rayo de sol se había abierto paso, rasgando
la oscura cortina de la noche.
—¿Le
gusta? —respondió complacida—. Los he diseñado yo. Esta era una ocasión
especial.
—¿Es
diseñadora?
—Nooooo,
¡qué va! Son los primeros que hago en mi vida. Necesitaba unos de inmediato.
Él
no preguntó. Bastante tenía ya con el trabajo diario. En sus ratos libres procuraba no cuestionarse nada de lo que decía la
gente.
—No
debería estar aquí —la reprendió con amabilidad—. Es muy tarde.
Ella
soltó una risa cantarina.
—No
se preocupe. Vivo cerca.
—Aun así.
Ella se
encogió de hombros.
—Aunque usted
no se lo crea, me vigilan cien ojos. Gracias por ayudarme. ¡Hasta otra! Como
dicen ustedes.
La
vio alejarse. Por un momento añoró su compañía. Fue más consciente que nunca de
su soledad.
La joven se
detuvo de golpe, como si meditara. Después retrocedió un par de pasos. Se acercó a él. Le pasó con
dulzura la palma de la mano por el mentón. Parecía disfrutar con el tacto áspero de la barba del día. Con la
yema de los dedos fue dibujando con suavidad sus labios, y la cuenca de sus
ojos, queriendo guardar para sí memoria de su rostro. Él se dejó acariciar,
manso, mientras aspiraba el aroma que desprendía su piel. Al agua fresca del
mar en primavera. Estaba subyugado por su ternura, por esa mezcla curiosa de inocencia y arrojo.
La cogió por
la cintura y la arrimó a su pecho. Ella aprovechó para enlazar los brazos por
detrás de su cuello. Tiró de él hasta ponerlo a su altura y depositó un beso
leve en sus labios, rozando apenas el contorno de su boca con la punta de la
lengua. Un aleteo que a él le supo a miel de azahar.
Con grácil
movimiento se desprendió del abrazo. Se quedó parado, sin saber qué hacer, con
las manos extendidas. Su corazón se contrajo de tristeza. Estuvo a punto de
mendigar un rato más de compañía.
—Tome. Un
recuerdo.
Depositó el
delicado zapato en sus manos y se alejó, con su andar insinuante, dejando tras
de sí un surco hecho por su larga falda.
—¿Me
dice su nombre? —gritó, sin poder resistirse.
—Nerea.
Suena bonito, ¿verdad? Eso es. Me llamo Nerea.
Estaba
ya bastante lejos cuando se volvió y miró hacia atrás por encima del hombro.
—¿Y
el suyo?
—Rodolfo.
Rodolfo Valentí.
Esperó
la burla, conteniendo el aire. Ella se limitó a llevarse la punta de los dedos
a los labios y a lanzarle un beso lleno de coquetería. El dardo del amor se
clavó con fuerza en su corazón. Supo, que después de ella, no habría otra mujer
para él.
—Adiós,
Rodolfo.
—Nerea,
Nerea… Pregunta por mí. Soy policía. Todos me conocen.
¿Y
cómo no te van a conocer con ese físico de latin
lover y semejante nombre tan a juego? Pensó para sí. Cuando quiso darse
cuenta, ella había desaparecido.
*****
Pasó el tiempo.
Se fue el verano, y después el otoño y el invierno. Llegó la primavera. Durante
ese tiempo, Rodolfo no dejó de caminar ni un solo día hasta el punto de la
playa donde la había visto aquella única vez. En las noches cálidas se
recostaba en la arena, acariciando el exquisito zapato, jugueteando con las
perlas y corales que lo adornaban. Sus ojos húmedos se perdían en el mar.
Soñaba con la mujer etérea, vestida con luz de estrellas. Poco a poco empezó a
caer en una extraña melancolía. Su tristeza era cada vez más profunda. Lloraba por
su ausencia, sin dejar de hacerse preguntas para las que no encontraba
respuestas.
Si
la vigilaban era porque tenía guardaespaldas. Raro que él no se hubiera dado
cuenta. Ahora era policía en un tranquilo pueblo marinero, pero en tiempos
perteneció a los cuerpos de elite de la policía nacional. Y ese aprendizaje no
se olvida jamás. Y, por otro lado, ¿cómo había podido desaparecer tan de improviso?
¿Había algún barco por los alrededores y él no se había percatado de su
presencia, obnubilado por la belleza de ella? ¿Se la había tragado la tierra…?
¿Tal vez, el mar?
No encontraba
una explicación plausible. El dolor era cada vez más intenso. Soñaba con su mirada
azul de cian y la calidez de la mujer que le había sonreído, y besado y
acariciado…, y que además no se había reído de ese ridículo nombre que se había
empeñado en ponerle su abuelo, un emigrante a Argentina, loco por el tango.
Fue en una de
esas noches cálidas, cuando su mundo cambió para siempre. Una nube densa cubrió
de pronto la luna y las estrellas. Las gruesas gotas de lluvia repiquetearon sobre la arena, formando hondos cráteres. Un rayo largo culebreó y quebró la línea del horizonte,
pintando de blanco el mar encrespado. El trueno retumbó una y otra y otra vez en
la ciudad. Su eco se prolongó en la lejanía. Se encendieron las luces de los
hogares. Los niños lloraban; los ancianos, pensaban que había llegado ya el fin
del mundo. Rodolfo Valentí permaneció estático, recostado en la arena, sin
dejar de pensar en la mujer de sus sueños, disfrutando de ese instante que le
regalaba la naturaleza embravecida.
Ella apareció
de improviso sentada a su lado. Él dio un respingo. Quiso incorporarse, pero
una fuerte ráfaga de viento le envolvió y le arrojó al suelo.
—No te asustes
—dijo ella sujetándole para evitar que se diera otro golpetazo—. Es mi padre. Como
ves, ha sacado toda la artillería pesada. Está enfadado porque he querido volver
al país de los humanos.
Rodolfo se volvió hacia ella con expresión
atónita. No entendía nada. Aun así estaba feliz por tenerla de nuevo a su lado.
—Nerea…
—musitó.
—Rodolfo…
Sus nombres es
escapaban de sus labios, mientras sus bocas se unían en besos apremiantes, sus
lenguas se enlazaban, y sus manos repasaban ávidas de deseo sus respectivos
cuerpos.
Él la recostó a
su lado sobre la arena húmeda. Su empapado vestido de gasa dejaba traslucir la
plenitud de sus senos. Se sintió mareado ante tanta hermosura.
—No puedo
vivir sin ti.
—Has llenado
el mar de lágrimas —se permitió bromear ella.
—Y tú… ¿cómo
lo sabes?
Estaba
extrañado.
—Porque las he
ido recogiéndolas en un ánfora. Hoy se las he llevado a mi padre, como muestra
de tu amor. El dios Nereo se ha apiadado de mí, su hija pequeña, y me ha
permitido regresar durante unas horas a tu lado.
A Rodolfo se
le escapó un sollozo. ¡Unas horas! Tendría que conformarse con eso.
—Y entonces,
¿por qué se ha enfadado? —preguntó curioso, como si le estuviera permitido a
cualquier mortal mantener una relación amorosa con una nereida. Nada menos que
con la hija de un dios.
Ella soltó una
carcajada. Las caracolas, las estrellas de mar y hasta las anémonas
parecieron juguetear en sus labios.
—Le he dicho
que me quedo a tu lado. No pienso volver.
Muy bello relato, Lydia.
ResponderEliminarUn magnífico regalo de Reyes, amiga.
Que los Magos te obsequien con una inacabable inspiración y mucha felicidad en el 2013.
Saludos cordiales.
Muchas gracias por tus buenos deseos. Qué 2013 llegue para ti cargado de felicidad!!!
EliminarOhhh!!! Qué cuento más hermoso!!!!
ResponderEliminarMe encanta, Lydia!!
Este amor entre un humano y una inmortal es perfecto para crear una apasionante novela.
¡Créala! Ya me tienes como fans nº1 para leerla!
Un besazo.
Tú si eres la gran creadora del mundo de lo fantástico. Este cuento no es más que un humilde relato. Gracias, preciosa, por tus palabras.
EliminarHola, muchas gracias por tu visita, tienes un blog hermoso, y este relato es muy conmovedor, me quedo por aquí.
ResponderEliminarUn abrazo.
Encantada de tu visita, Aglaia. Aquí estoy yo también. Y muchas gracias por tus amables palabras.
EliminarMaravilloso, Lydia. Una versión moderna y mucho más amable de la sirenita, llena de ternura y bellas imágenes. Otro regalo más para este día de Reyes. Precioso.
ResponderEliminarQuieres leer "Algo más que vecinos"?
Qié bonito Lydia es un cuento precioso.
ResponderEliminarMuchas gracias. Dulce, dulce, como la miel.
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